Quienes seguís más o menos de cerca éste mi humilde blog habréis notado una cierta disminución en la frecuencia de los posts en las últimas semanas. Se ha debido a varios motivos: un pico de trabajo (suena a ilegal e insano, pero no... es sólo molesto), una cierta desconcentración y también a un pequeño viaje que me ha llevado al otro lado del globo, como suele decirse. Las dos primeras causas son molestias pasajeras que irán desapareciendo poco a poco... de la tercera es de la que quería hablar ahora.
He viajado, por primera vez, a los USA. Han sido sólo unos pocos días en los que he tenido la ocasión de conocer, en primer lugar, una parte del (realmente lejano) Oeste, más concretamente California. Lo cierto es que salvando el esperable salto cultural, y dado que esa parte del viaje era de trabajo, no me impresionó demasiado. Sí, vale, los coches son un orden de magnitud mayores que aquí, el ancho de las calles también, pero, por otro lado, la vida parece tranquila, relajada, fácil. No vi surfistas, ni demasiadas playas, ni porreros colocados, ni tíos musculosos, ni rubias implantadas, ni actores. Eso sí: me desperté entre las 3 y las 4 de la madrugada todos los días.
Decidí alargar un tanto el viaje y aprovechar que estaba allí para descansar (ingenuo de mi) unos días en el camino de vuelta, en Nueva York (a partir de ahora, aunque suene pedante, NYC por abreviar), con familia y amigos. Y esto es otra historia...
Cuando uno aterriza en NYC ya ve por el lado izquierdo del avión la zona de rascacielos de Manhattan y cree que puede prever lo que le espera. No. Ni siquiera se le acerca. Para empezar, el aeropuerto (en mi caso, Newark) es equiparable en tamaño y contenido a un centro comercial grande de los de por aquí. Y desde ahí, uno tiene la impresión de no salir nunca de ese centro comercial, ya gigantesco...
La imagen del "plano picado al revés de rascacielos", que decía Mecano, te la encuentras nada más llegar a la calle y parece razonable, esperable, casi tópica. Pero no lo es del mismo modo, o no lo era en mi caso, la vida y la fuerza que te transmite esa ciudad. No esperaba las multitudes de personas transitando por las calles... y no hablo de hordas de turistas, como te puedes encontrar en muchas ciudades europeas, sino de, digamos, lugareños; y es que quitando Times Square y poco más, la sensación es que apenas se aprecian turistas... no sé si porque hay tantos neoyorkinos que no se nos encuentra, o porque, dentro de la absoluta diversidad de gentes que hay por la calle, no se puede distinguir al turista tan fácilmente como se hace aquí.
Y qué decir de la "oferta comercial" de la ciudad... sé que va a sonar tópico, pero toda la isla de Manhattan es como un gran (lo de "gran" es literal, creedme) parque temático del consumo. Tiendas, bares, restaurantes, puestos de comida, más tiendas, más bares... nada más poner un pie en la calle ya te huele a comida. Y todo lo que probamos estaba realmente rico... debía de ser realmente insano (quiero creer que es así, porque si no, algo estamos haciendo mal los demás).
Por supuesto, como buenos turistas primerizos en NYC visitamos los templos: el Madison, el B&H, la Zona Cero, miss Liberty, Chinatown, Little Italy, Soho, Rockefeller Centre, Apple Store (la original, entiéndaseme), Nike Town, Central Park, brunch en Sarabeth's, puente de Brooklyn (donde, por cierto, tuvimos la suerte de coincidir con la "enorme humanidad" de Michael Moore), el Village... y de todo ello nos trajimos la sensación de estar pisando un lugar vivo, lleno de gente viva.
He de reconocer también que, a pesar de que la experiencia fue estupenda, después de cinco días y cuatro noches allí uno comienza a tener ya ciertas ganas de volver a su casa. Ir de vez en cuando al parque de atracciones puede ser divertido, pero vivir allí, permanentemente subido en la noria, cansa. Dejando a un lado el cansancio físico por los largos "pateos" de ávido turista, aparece también un cierto cansancio mental precisamente por lo intenso de la vida allí, por la ausencia de "tiempos muertos" con los que relajar la cabeza. Y en el aeropuerto, de vuelta, uno divide su mente entre la necesidad de descanso y las ganas de volver.
Por supuesto, no podía ser de otra manera, tomé un montón de fotos. Aún no las he repasado pero estoy seguro de que ninguna de ellas transmite las sensaciones que nos transmitió la ciudad durante esos días. Próximamente colgaré algunas de ellas en un nuevo post y algunas más en mi biblioteca de Flickr, por si os apetece asomaros.
Entretanto, hemos vuelto a nuestra vida normal, ya sosegados, ya sin jet-lag, y todavía pensando y calculando cuándo podremos volver. Porque creo que merece la pena volver a ver la ciudad sin esa primera impresión para poder asomarse, quizás, a su aspecto más local y más tranquilo... menos turístico. Estoy seguro de que será más pronto que tarde.
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